por Charles H. Oppenheim
A lo largo de la historia se han desarrollado varias maneras de clasificar la voz. “En un principio –señala Jaime Catán en un artículo sobre apreciación musical– no existía prácticamente separación en lo que hoy conocemos por voces de bajo y barítono. Bach, por ejemplo, escribió sus cantatas y pasiones para una voz masculina grave o baja.” No obstante, para un bajo agudo. De ahí que la mayoría de los oratorios y cantatas para bajo sean interpretadas hoy por bajo-barítonos o barítonos legítimos.
El aria como solo para voz con acompañamiento instrumental fue la fórmula predilecta del gran compositor del barroco, Georg Friedrich Händel. Si sumamos todas las arias que compuso para sus óperas italianas, oratorios y cantatas, éstas ascienden a unas 2,000: un repertorio más grande incluso que el de los Lieder que compuso Schubert. La mayoría de los roles principales de las óperas händelianas eran para voces agudas —recordemos que el barroco fue la era de los castrati—, y por eso la voz baja se empleó fundamentalmente para roles menores —ancianos, sacerdotes, magos o sirvientes—, aunque no por ello vocalmente insignificantes.
Al contrario: durante la primera parte del siglo XVIII (desde 1709 hasta 1729), Händel compuso sus famosas “arias de rabia” para un notable bajo italiano con una extensión más bien baritonal (del Sol grave al Sol agudo): Giuseppe Maria Boschi. Y a partir de 1730 contrató al magnífico basso vero veneciano Antonio Montagnana como su bajo principal. Montagnana, discípulo de Nicola Porpora (quien a su vez era discípulo de Alessandro Scarlatti), era contemporáneo, colega y amigo del gran castrato Carlo Broschi, mejor conocido como Farinelli. Para Montagnana, con una extensión de dos octavas (de Fa grave a Fa agudo), Händel escribió su más hermosa música para bajo, como las arias “Lascia amor” y “Sorge infausta”, de Zoroastro en la ópera Orlando.
“El asignar hoy en día las partes a voces más oscuras (bajos) o claras (barítonos) —dice Catán— obedece a criterios caracterológicos. Mozart fue uno de los primeros en diferenciar en sus óperas a los bajos profundos, dramáticos (como Sarastro) o bufos (como Osmin) de los barítonos (como Papageno). Claro que Mozart escribió también partes graves que podían ser interpretadas tanto por un bajo como por un barítono. Recordemos los papeles de Don Giovanni, el Conde, Fígaro e incluso Leporello.”
El primer Don Giovanni de Viena (porque el primero en Praga fue Luigi Bassi) fue el italiano Francesco Albertarelli, para quien Mozart escribió el aria de concierto “Un bacio di mano”. Y para Francesco Benucci, el primer Fígaro y Guglielmo, escribió también el aria de concierto “Rivolgete a lui lo sguardo”, que luego fue sustituida por la pieza más corta y sencilla “Non siate ritrosi” en Così fan tutte. Y para el bajo profundo Franz Gerl, no sólo escribió el papel de Sarastro en Die Zauberflöte, sino también el gran aria de concierto “Per questa bella mano”.
Cuarenta años después de Montagnana, surgió uno de los bajos más importantes de finales del siglo XVIII, con una voz realmente excepcional, de dos octavas y media (desde el Re grave hasta el La natural, propio de la voz tenoril). Me refiero al alemán Karl Ludwig Fischer, el gran Komischer Bass para quien Mozart escribió el papel de Osmin en Die Entführung aus dem Serail, así como varias arias de concierto como “Così dunque tradisci...” y “Alcandro, lo confesso...”. Fischer (nacido en 1745 y muerto en 1825) fue discípulo del también tenor mozartiano Anton Raaff (el primer Idomeneo) y un intérprete favorito de los demás roles importantes para bajo del compositor salzburgués.
Diez años después de la muerte de Fischer, en 1835, comenzaba el reino de un cuarto de siglo de los grandes bajos de la era del bel canto: Luigi Lablache (1794-1858), de padre francés, madre irlandesa y nacido él en Nápoles, y Antonio Tamburini (1800-1876). Su repertorio principal fue el de las óperas buffas del trío Rossini-Donizetti-Bellini. La asociación cercana de estos dos cantantes de voz grave durante un cuarto de siglo fue lo que también contribuyó al surgimiento en Italia de dos categorías de voz distintas en el bel canto: el barítono y el bajo.
Tamburini, con una extensión de Do grave a Sol agudo, era en realidad un barítono con muy buenos graves, mientras que Lablache, con sólo dos octavas (del Mi grave al Mi agudo) era un basso cantante. Así, por ejemplo, en una representación de Il barbiere di Siviglia, a Tamburini le tocaría cantar el rol de Fígaro, mientras que Lablache interpretaría a alguno de los bajos buffos: el Dr. Bartolo o Don Basilio.
Y aunque Lablache era formidable en sus roles dramáticos —como Massimiliano en I masnadieri de Verdi, Lord George Walton en I puritani y Oroveso en Norma de Bellini—, destacó sobre todo como cantante cómico: su repertorio más demandado eran los papeles de Leporello, Don Magnifico, Dulcamara, el Fígaro de Mozart y, sobre todo, Don Pasquale.
Lablache no sólo fue uno de los mayores intérpretes del estilo buffo de la ópera italiana, sino que inclusive, después de la muerte de este inmenso cantante —inmenso en todos los sentidos—, la ópera cómica como género entró en decadencia, y sólo fue resucitado brevemente a finales del siglo XIX, con el Falstaff de Verdi y el Gianni Schicchi de Puccini, a principios del siglo XX.
Mientras en Italia la era del bel canto llegaba a su fin, ya entrada la segunda mitad del siglo XIX, surgió en Francia otro concepto del arte lírico: la grand opéra, representada por compositores de la talla de Meyerbeer, Gounod, Thomas, Delibes y Massenet. Bizet anticipó, con Carmen, la llegada del verismo de la siguiente generación de compositores. Y para fines del siglo, ya se habían realizado las sustanciales contribuciones de los gigantes de la segunda mitad del siglo XIX: Verdi y Wagner, quienes dieron a las voces masculinas graves una dimensión inédita.
Con los grandes roles verdianos para barítono y bajo (Nabucco y Zaccaria, Simon y Fiesco, Felipe II y Rodrigo) y los franceses, como Don Quijote y Sancho Panza, no sólo murió la era del dominio de los castrati, sino que se afirmó la competencia de los bajos y barítonos contra el predominio exclusivo del tenor como héroe masculino indisputado de la ópera del siglo XIX.
Esta fue, como dice Henry Pleasants en su libro The Great Singers, la “era dorada” de los barítonos y bajos franceses, encabezados por el baryton-noble Jean-Baptiste Faure (1830-1923), quien interpretaba los roles de Mefistófeles, Escamillo y el Gran Sacerdote de Samson et Dalila, y Victor Maurel (1848-1923), el primer Iago, Falstaff, Tonio y el primer Simon Boccanegra de la versión revisada por Boito, de 1881. Y entre los grandes bajos de aquella “era dorada” francesa figuraba el polaco Edouard de Reszke, hermano del tenor Jean de Reszke. De Reszke el bajo (1853-1917) no sólo destacó en el repertorio francés, sino que fue un formidable cantante verdiano (estrenó el papel de Fiesco en la versión revisada de Simon Boccanegra) y wagneriano (dicen que su Hagen de Götterdämmerung era memorable). Herederos de esa tradición iniciada por Faure, Marcel Journet y Pol Plançon introdujeron estos personajes de la ópera francesa de lleno al siglo XX.
Con el estreno de Una vida por el zar de Mijaíl Glinka, en 1836, no sólo vio la luz la muy rica corriente de la ópera nacionalista, sino que también arrancó la dinastía de los grandes bajos operísticos de Rusia. El primer Iván Susanin, el heróico campesino de la ópera de Glinka, fue un bajo de 30 años de edad llamado Osip Pétrov (1807-1878). Este cantante —un bajo profundo— marcó un estilo que dejaría huella en la ópera rusa del siglo XIX. Su longevidad le permitió estrenar, también, la primera versión de Boris Godunov, de Mussorgsky, en 1874, y su influencia fue tal que marcó a las generaciones subsecuentes de cantantes rusos, desde Feodor Stravinsky (el padre de Igor, el compositor) hasta Mark Reizen y Feodor Chaliapin, el basso cantante que en el siglo XX llegaría a ser sinónimo de Boris Godunov y del Don Quijote de Massenet, rol que él creó.
Chaliapin (1873-1938) era un gigante, en todos los sentidos: por su estatura (medía 1.90); por su arte como el primer “actor cantante” del siglo XX (sus interpretaciones originales de los roles tradicionales del repertorio —Boris, Mefistófeles, Don Quijote, Leporello, Don Basilio— han sido emuladas por todas las generaciones de bajos del siglo XX); y por su inédita reputación internacional, que inclusive llegó a eclipsar a la del tenor Enrico Caruso (en 1901, Chaliapin cantó por primera vez fuera de Rusia. El teatro: La Scala de Milán. La ópera: Mefistofele. El director: Toscanini. El tenor: Caruso. Harold Shonberg, en su libro Los virtuosos, cita una edición de Musical America de 1914: ese año Sir Thomas Beecham ofreció una temporada rusa con Chaliapin al frente del reparto. Al mismo tiempo, Caruso cantaba en el Covent Garden. Chaliapin logró reunir más público que Caruso, con todo y que los boletos para el evento de Chaliapin eran más caros...)
Como dice Schonberg, “Chaliapin exigía verosimilitud histórica. Además, estudiaba el significado del texto que cantaba, confiriendo a cada palabra un sentido emocional. Cuando aparecía en escena, los demás cantantes parecían empequeñecidos, y no sólo a causa de su estatura, sino porque vivía el personaje”.
Chaliapin era amigo de compositores como Rimsky-Korsakov y Rachmaninov, quien le enseñó a analizar una partitura y a aprenderse no sólo su papel, sino el de los demás cantantes del elenco; de dramaturgos como Stanislavsky, para quien fue ejemplo vivo de sus teorías y propuestas teatrales; y de escritores como Anton Chekhov y Máximo Gorki, quien escribió su biografía, y en una carta le dijo: “Tú eres para la música lo que Tolstoi para la literatura”. Chaliapin fue, en efecto, el gran divulgador de la ópera rusa en Europa Occidental y Estados Unidos.
domingo, 29 de abril de 2007
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2 comentarios:
Como un bajo aficionado al bel canto y con el sueño de ser cantante debo admitir que encontré esto muy interesante, es difícil encontrar material sobre voces graves en un mundo ahora casi dominado por los tenores, muy buena nota, gracias.
Muchas gracias por el artículo!!!! (Fernando Bañó)
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