lunes, 30 de abril de 2007

Clasificación de las voces: el bajo

por Charles H. Oppenheim

La mayoría de los primeros compositores operísticos no escribían para un registro vocal determinado, sino para la voz específica de un cantante. Pero claro, hay ciertas características que son comunes a las distintas voces, lo que por medio de convenciones permitió eventualmente reunirlas bajo una serie de clasificaciones que ya son universalmente aceptadas.

Por ejemplo, hay quienes afirman que el cuerpo de un cantante es factor determinante en su tipo de voz. Para el profesor de la Escuela Superior de Canto de Madrid Ramón Regidor Arribas, autor del libro Temas de canto: sobre la clasificación de la voz, hay una serie de características morfológicas comunes a muchos bajos: su laringe, dice, es más grande que la de los barítonos, y “posee unas cuerdas vocales más largas (entre 2.4 y 2.5 centímetros), más anchas y más musculosas que estos. Suele tener un cuello largo y una talla elevada. Corresponde a un tipo morfológico ‘plano’, longilíneo, de tórax alargado y poderoso... Su aspecto es muy viril. El temperamento es muy masculino, enérgico y rudo. Su frecuencia óptima para la realización del ‘pasaje’ (entre la voz de pecho y la voz de cabeza) estará alrededor del Re bemol agudo. Y su tono medio de voz en conversación habitual oscilará entre el Sol y el Fa graves.”

Pero el mismo autor inmediatamente pasa a aclarar que si bien la caricatura morfológica de esta descripción del bajo es la efigie de Don Quijote, hay también bajos —como quien esto escribe— que más bien tenemos el aspecto de Sancho Panza, exactamente su opuesto, por lo que no puede generalizarse la clasificación de este tipo de voz en función de la morfología del cantante.

Otra forma de clasificar la voz de bajo –bastante simple pero por lo mismo imprecisa– es por su alcance: es decir, en función de la nota más grave y aguda a las que puede acceder un determinado cantante. Según esta fórmula, y suponiendo que la mayoría de las voces tienen un alcance promedio de dos octavas, hay tres grandes clasificaciones de la voz masculina grave:

• el bajo agudo que, como su nombre lo indica, es un bajo con buenos agudos, limítrofes con la tesitura del barítono, aunque de un color más oscuro, que puede alcanzar fácilmente el Fa sostenido agudo y en ocasiones el Sol natural (en el caso del bajo-barítono), pero rara vez baja más allá del Fa sostenido o Sol graves de su tesitura;

• el bajo central, más lírico, meloso y pastoso, cuyo mejor desempeño se da en el centro de la voz, por lo que su voz no suena particularmente oscura o cavernosa, con una extensión hasta el Fa grave y hasta el Fa natural agudo;

• y el bajo grave –una voz tan rara en las voces masculinas como la de la contralto en las femeninas– cuyas notas graves son portentosas, alcanzando el Re o Mi en la tesitura grave, pero con una extensión más limitada en los agudos, igualmente hasta el Re o el Mi.

José María Triana, en El libro de la ópera, advierte que la clasificación de las voces “es y será siempre materia de discusiones encendidas. No hay dos teóricos que estén de acuerdo ni siquiera en lo que podría llamarse su extensión normal. En realidad, las diferentes ordenaciones varían de una escuela a otra, y en la mayoría de las ocasiones se tiene más en cuenta el carácter del personaje que se va a cantar que la extensión vocal del cantante...”

Tal vez valga la pena escuchar lo que al respecto tienen que decir los propios cantantes. En la entrevista que le hizo Helena Matheopoulos, publicada en su libro Bravo, el búlgaro Nicolai Ghiaúrov explica que, a diferencia de los tenores (quienes pueden construir sus carreras con base en sus notas agudas), los bajos suelen ser juzgados por la totalidad de su interpretación y por su éxito relativo en dar vida a sus personajes, antes que por el impacto de ciertas notas difíciles.

“Naturalmente –explica Ghiaúrov–, hay una razón dramática para la presencia de las notas altas. Los compositores las utilizan para indicar el clímax emocional de un aria dada. En el registro de bajo, que debe extenderse dos octavas desde el Fa por debajo al Fa por encima del pentagrama, el Fa agudo es nuestro límite, de la misma manera en que el Do agudo es la nota más alta en el registro de tenor. Muy rara vez se encuentra un bajo capaz de alcanzar el Fa sostenido; es tan raro como un tenor que pueda cantar un Do sostenido (o, como se llama comúnmente, Re bemol). Es decir, ¡un pequeño milagro!”

Pues resulta que, en el mismo libro, se narra el caso de “un pequeño milagro”: el del bajo estadounidense Samuel Ramey, quien se refiere a su “inusualmente amplio” registro, desde Re debajo del pentagrama hasta el Sol por encima, que sin embargo no dejó de significarle problemas durante sus años de educación vocal. “Tuve que trabajar mucho para ajustar la voz; es decir, centrarla en un foco estrecho, para que no se repartiera demasiado”.

Robert Rushmore, en su libro The Singing Voice, afirma que si bien los términos “lírico” y “dramático” no se emplean comunmente para describir las voces masculinas más graves, como con los tenores y barítonos, puede hacerse otra división de bajos, entre aquellos que cantan el repertorio italiano-francés, con su lirismo belcantista, y aquellos que se especializan en la ópera germana, donde encontramos al schwarzer bass, un cantante que tiene un tono más oscuro o “negro”, y un estilo de cantar más bien declamatorio.

Cada lengua, pues, tiene su propia nomenclatura. La escuela alemana, por ejemplo, se rige por el sistema del fach, que literalmente significa “compartimento”. En las casas de ópera del mundo germánico (Alemania, Austria y Suiza), los cantantes son contratados en función del fach que le corresponde a su voz particular. Esta forma de “etiquetar” a un cantante, sin embargo, se basa tanto en la extensión de la voz como en los roles específicos que tienen ciertas características peculiares. Se espera, pues, que el cantante se aprenda y pueda interpretar todos los roles que corresponden al fach para el cual fue contratado.

Así, para la voz masculina grave, en la escuela alemana hay cinco categorías o facher, que van así, del más grave al más agudo:

Seriöserbass, también llamado Tiefer Bass (incluye roles como Raimondo, Pimen, el Comendador, Sarastro, Colline, Timur, Gremin, los verdianos Zaccaria, Banquo, Fiesco, Guardiano, Ramfís, y los wagnerianos Marke, Pogner, Fafner, Hunding, Hagen y Gurnemanz.)

Schwerer Spielbass, también llamado Komischer Bass (incluye a los Mefistófeles de Berlioz y Gounod, Plumkett, Varlaam, Osmin, el Falstaff de Nicolai, Don Basilio, el Barón Ochs y Daland.)

Charakterbass (que incluye los roles de personajes secundarios como Zúñiga, Rangoni, Masetto, Don Alfonso, Crespel, Alidoro, Monterone, Sparafucile, Ferrando, el Gran Inquisidor y el Rey de Egipto, así como los wagnerianos Bitterolf, Reinmar, Fasolt y Nachtigall.)

Spielbass o Hoher Bass (incluye fundamentalmente a Oroveso, Geronimo, Dulcamara, Don Pasquale, Leporello, Dr. Bartolo, Don Magnifico y Beckmesser.) Y

Bassbariton o Heldenbariton, cuyos papeles incluyen: el Duque Barba Azul, Tonio, Boris Godunov, Scarpia, Jochanaan, Nabucco, Macbeth, Simon Boccanegra, Felipe II, Amonasro, Falstaff, El Holandés, Telramund, Kurwenal, Hans Sachs, Amfortas y Wotan.

Por su parte, la nomenclatura francesa incluye cuatro clasificaciones:

Basse profonde o basse-contre (como Pluto en Hippolyte et Aricie.)
Basse noble o basse chantante (como Bertram en Robert le Diable.)
Basse de caractère (como Mefistófeles en Fausto.) Y
Basse bouffe (como Agamemnon en La belle Hélène.)

En la escuela italiana hay tres grandes categorías:

Basso profondo (como el Gran Inquisidor en Don Carlo.)
Basso cantante (como Felipe II, también en Don Carlo.) Y
Basso buffo (como Don Magnifico en La cenerento
la.)

En Rusia, además del bajo, representado por el rol protagónico de Boris Godunov, y del bajo profundo, como Farlaf en Ruslan y Ludmila, por otro lado, se ha desarrollado una voz todavía más rara y grave: el contrabajo u oktavist, como le llaman en Rusia, con una extensión muy limitada pero con unos graves que llegan a las profundidades más cavernosas que puede alcanzar la voz humana: el La y el Si graves, con un timbre que asemeja un órgano.

Todavía hoy se escuchan estas voces, pero fuera del repertorio operístico. Únicamente son demandadas en la impresionante música litúrgica coral de Rusia, que tiene sus orígenes en la música polifónica del siglo XVII. Originalmente, tanto el cantor principal como el diácono que hacía las lecturas durante la celebración litúrgica, eran bajos. De ahí esta tradición, que es tan antigua como la misma iglesia ortodoxa rusa.



domingo, 29 de abril de 2007

Grandes bajos de la historia

por Charles H. Oppenheim

A lo largo de la historia se han desarrollado varias maneras de clasificar la voz. “En un principio –señala Jaime Catán en un artículo sobre apreciación musical– no existía prácticamente separación en lo que hoy conocemos por voces de bajo y barítono. Bach, por ejemplo, escribió sus cantatas y pasiones para una voz masculina grave o baja.” No obstante, para un bajo agudo. De ahí que la mayoría de los oratorios y cantatas para bajo sean interpretadas hoy por bajo-barítonos o barítonos legítimos.

El aria como solo para voz con acompañamiento instrumental fue la fórmula predilecta del gran compositor del barroco, Georg Friedrich Händel. Si sumamos todas las arias que compuso para sus óperas italianas, oratorios y cantatas, éstas ascienden a unas 2,000: un repertorio más grande incluso que el de los Lieder que compuso Schubert. La mayoría de los roles principales de las óperas händelianas eran para voces agudas —recordemos que el barroco fue la era de los castrati—, y por eso la voz baja se empleó fundamentalmente para roles menores —ancianos, sacerdotes, magos o sirvientes—, aunque no por ello vocalmente insignificantes.

Al contrario: durante la primera parte del siglo XVIII (desde 1709 hasta 1729), Händel compuso sus famosas “arias de rabia” para un notable bajo italiano con una extensión más bien baritonal (del Sol grave al Sol agudo): Giuseppe Maria Boschi. Y a partir de 1730 contrató al magnífico basso vero veneciano Antonio Montagnana como su bajo principal. Montagnana, discípulo de Nicola Porpora (quien a su vez era discípulo de Alessandro Scarlatti), era contemporáneo, colega y amigo del gran castrato Carlo Broschi, mejor conocido como Farinelli. Para Montagnana, con una extensión de dos octavas (de Fa grave a Fa agudo), Händel escribió su más hermosa música para bajo, como las arias “Lascia amor” y “Sorge infausta”, de Zoroastro en la ópera Orlando.

“El asignar hoy en día las partes a voces más oscuras (bajos) o claras (barítonos) —dice Catán— obedece a criterios caracterológicos. Mozart fue uno de los primeros en diferenciar en sus óperas a los bajos profundos, dramáticos (como Sarastro) o bufos (como Osmin) de los barítonos (como Papageno). Claro que Mozart escribió también partes graves que podían ser interpretadas tanto por un bajo como por un barítono. Recordemos los papeles de Don Giovanni, el Conde, Fígaro e incluso Leporello.”

El primer Don Giovanni de Viena (porque el primero en Praga fue Luigi Bassi) fue el italiano Francesco Albertarelli, para quien Mozart escribió el aria de concierto “Un bacio di mano”. Y para Francesco Benucci, el primer Fígaro y Guglielmo, escribió también el aria de concierto “Rivolgete a lui lo sguardo”, que luego fue sustituida por la pieza más corta y sencilla “Non siate ritrosi” en Così fan tutte. Y para el bajo profundo Franz Gerl, no sólo escribió el papel de Sarastro en Die Zauberflöte, sino también el gran aria de concierto “Per questa bella mano”.

Cuarenta años después de Montagnana, surgió uno de los bajos más importantes de finales del siglo XVIII, con una voz realmente excepcional, de dos octavas y media (desde el Re grave hasta el La natural, propio de la voz tenoril). Me refiero al alemán Karl Ludwig Fischer, el gran Komischer Bass para quien Mozart escribió el papel de Osmin en Die Entführung aus dem Serail, así como varias arias de concierto como “Così dunque tradisci...” y “Alcandro, lo confesso...”. Fischer (nacido en 1745 y muerto en 1825) fue discípulo del también tenor mozartiano Anton Raaff (el primer Idomeneo) y un intérprete favorito de los demás roles importantes para bajo del compositor salzburgués.

Diez años después de la muerte de Fischer, en 1835, comenzaba el reino de un cuarto de siglo de los grandes bajos de la era del bel canto: Luigi Lablache (1794-1858), de padre francés, madre irlandesa y nacido él en Nápoles, y Antonio Tamburini (1800-1876). Su repertorio principal fue el de las óperas buffas del trío Rossini-Donizetti-Bellini. La asociación cercana de estos dos cantantes de voz grave durante un cuarto de siglo fue lo que también contribuyó al surgimiento en Italia de dos categorías de voz distintas en el bel canto: el barítono y el bajo.

Tamburini, con una extensión de Do grave a Sol agudo, era en realidad un barítono con muy buenos graves, mientras que Lablache, con sólo dos octavas (del Mi grave al Mi agudo) era un basso cantante. Así, por ejemplo, en una representación de Il barbiere di Siviglia, a Tamburini le tocaría cantar el rol de Fígaro, mientras que Lablache interpretaría a alguno de los bajos buffos: el Dr. Bartolo o Don Basilio.

Y aunque Lablache era formidable en sus roles dramáticos —como Massimiliano en I masnadieri de Verdi, Lord George Walton en I puritani y Oroveso en Norma de Bellini—, destacó sobre todo como cantante cómico: su repertorio más demandado eran los papeles de Leporello, Don Magnifico, Dulcamara, el Fígaro de Mozart y, sobre todo, Don Pasquale.

Lablache no sólo fue uno de los mayores intérpretes del estilo buffo de la ópera italiana, sino que inclusive, después de la muerte de este inmenso cantante —inmenso en todos los sentidos—, la ópera cómica como género entró en decadencia, y sólo fue resucitado brevemente a finales del siglo XIX, con el Falstaff de Verdi y el Gianni Schicchi de Puccini, a principios del siglo XX.

Mientras en Italia la era del bel canto llegaba a su fin, ya entrada la segunda mitad del siglo XIX, surgió en Francia otro concepto del arte lírico: la grand opéra, representada por compositores de la talla de Meyerbeer, Gounod, Thomas, Delibes y Massenet. Bizet anticipó, con Carmen, la llegada del verismo de la siguiente generación de compositores. Y para fines del siglo, ya se habían realizado las sustanciales contribuciones de los gigantes de la segunda mitad del siglo XIX: Verdi y Wagner, quienes dieron a las voces masculinas graves una dimensión inédita.

Con los grandes roles verdianos para barítono y bajo (Nabucco y Zaccaria, Simon y Fiesco, Felipe II y Rodrigo) y los franceses, como Don Quijote y Sancho Panza, no sólo murió la era del dominio de los castrati, sino que se afirmó la competencia de los bajos y barítonos contra el predominio exclusivo del tenor como héroe masculino indisputado de la ópera del siglo XIX.

Esta fue, como dice Henry Pleasants en su libro The Great Singers, la “era dorada” de los barítonos y bajos franceses, encabezados por el baryton-noble Jean-Baptiste Faure (1830-1923), quien interpretaba los roles de Mefistófeles, Escamillo y el Gran Sacerdote de Samson et Dalila, y Victor Maurel (1848-1923), el primer Iago, Falstaff, Tonio y el primer Simon Boccanegra de la versión revisada por Boito, de 1881. Y entre los grandes bajos de aquella “era dorada” francesa figuraba el polaco Edouard de Reszke, hermano del tenor Jean de Reszke. De Reszke el bajo (1853-1917) no sólo destacó en el repertorio francés, sino que fue un formidable cantante verdiano (estrenó el papel de Fiesco en la versión revisada de Simon Boccanegra) y wagneriano (dicen que su Hagen de Götterdämmerung era memorable). Herederos de esa tradición iniciada por Faure, Marcel Journet y Pol Plançon introdujeron estos personajes de la ópera francesa de lleno al siglo XX.

Con el estreno de Una vida por el zar de Mijaíl Glinka, en 1836, no sólo vio la luz la muy rica corriente de la ópera nacionalista, sino que también arrancó la dinastía de los grandes bajos operísticos de Rusia. El primer Iván Susanin, el heróico campesino de la ópera de Glinka, fue un bajo de 30 años de edad llamado Osip Pétrov (1807-1878). Este cantante —un bajo profundo— marcó un estilo que dejaría huella en la ópera rusa del siglo XIX. Su longevidad le permitió estrenar, también, la primera versión de Boris Godunov, de Mussorgsky, en 1874, y su influencia fue tal que marcó a las generaciones subsecuentes de cantantes rusos, desde Feodor Stravinsky (el padre de Igor, el compositor) hasta Mark Reizen y Feodor Chaliapin, el basso cantante que en el siglo XX llegaría a ser sinónimo de Boris Godunov y del Don Quijote de Massenet, rol que él creó.

Chaliapin (1873-1938) era un gigante, en todos los sentidos: por su estatura (medía 1.90); por su arte como el primer “actor cantante” del siglo XX (sus interpretaciones originales de los roles tradicionales del repertorio —Boris, Mefistófeles, Don Quijote, Leporello, Don Basilio— han sido emuladas por todas las generaciones de bajos del siglo XX); y por su inédita reputación internacional, que inclusive llegó a eclipsar a la del tenor Enrico Caruso (en 1901, Chaliapin cantó por primera vez fuera de Rusia. El teatro: La Scala de Milán. La ópera: Mefistofele. El director: Toscanini. El tenor: Caruso. Harold Shonberg, en su libro Los virtuosos, cita una edición de Musical America de 1914: ese año Sir Thomas Beecham ofreció una temporada rusa con Chaliapin al frente del reparto. Al mismo tiempo, Caruso cantaba en el Covent Garden. Chaliapin logró reunir más público que Caruso, con todo y que los boletos para el evento de Chaliapin eran más caros...)

Como dice Schonberg, “Chaliapin exigía verosimilitud histórica. Además, estudiaba el significado del texto que cantaba, confiriendo a cada palabra un sentido emocional. Cuando aparecía en escena, los demás cantantes parecían empequeñecidos, y no sólo a causa de su estatura, sino porque vivía el personaje”.

Chaliapin era amigo de compositores como Rimsky-Korsakov y Rachmaninov, quien le enseñó a analizar una partitura y a aprenderse no sólo su papel, sino el de los demás cantantes del elenco; de dramaturgos como Stanislavsky, para quien fue ejemplo vivo de sus teorías y propuestas teatrales; y de escritores como Anton Chekhov y Máximo Gorki, quien escribió su biografía, y en una carta le dijo: “Tú eres para la música lo que Tolstoi para la literatura”. Chaliapin fue, en efecto, el gran divulgador de la ópera rusa en Europa Occidental y Estados Unidos.

sábado, 28 de abril de 2007

Los bajos en la era del gramófono


por Charles H. Oppenheim

Si bien Feodor Chaliapin fue el primer bajo de la historia en aparecer en una película (hizo dos: Iván el Terrible, en 1915, en plena era del cine mudo; y Don Quijote, en 1933), no fue el primero —aunque sí de los más prolíficos— en grabar discos. Entre 1901 y 1936, dos años antes de su muerte, grabó alrededor de 600 discos.

El primer cantante en grabar un disco, en 1889, fue también un bajo: el danés Peter Schram, quien de joven había sido alumno del tenor y maestro español, Manuel García hijo. La noche de la grabación, el cantante cumplía 70 años de edad y se despedía de los escenarios de Copenhague interpretando el papel de Leporello. En un primitivo aparato magnetofónico, después de la función de Don Giovanni, sus amigos le persuadieron de cantar, en danés, dos arias del mismo personaje: “Notte e giorno a fatticar” y la primera parte de “Madamina”: llamada “el aria del catálogo”.

El siglo XX se caracterizó por la preservación de las grandes voces operísticas en disco. Desde las grabaciones más bien planas de los grandes bajos de la transición del siglo XIX al XX, con el ruido y gis característico de los primitivos gramófonos, hasta las modernísimas versiones digitales de alta fidelidad, las grabaciones discográficas se han convertido en el estándar para estudiantes, cantantes profesionales y melómanos por igual.

Hoy podemos darnos una idea de cómo eran las grandes voces de la primera mitad del siglo XX: Plançon y Journet entre los franceses; el australiano Malcolm McEachern; el ruso Mark Reizen y el ucraniano Alexander Kipnis; el noruego Ivar Andrésen, los alemanes Richard Mayr (dícese que fue el mejor Baron Ochs de Richard Strauss y creador de Barak en Die Frau ohne Schatten), y Ludwig Weber (considerado por muchos como el mejor bajo wagneriano del siglo XX); el español José Mardones; el griego Nicola Zaccaria, los italianos Nazzareno de Angelis, Tancredi Pasero y Nicola Rossi-Lemeni; el buffo italiano Salvatore Baccaloni, tal vez el bajo cómico más importante del siglo XX, que influyó en las generaciones subsecuentes, como el suizo Fernando Corena, el americano Ezio Flagello, y los italianos Sesto Bruscantini, Enzo Dara, Paolo Montarsolo, Simone Alaimo y Michele Pertusi, entre otros.

Capítulo aparte merece el gran el basso cantante de entre guerras, Ezio Pinza. Dice Robert Lawrence en su libro A Rage for Opera: “Si hay un artista que fue favorecido por los dioses, fue Ezio Pinza... Su voz era natural, con un color oscuro y voluptuoso que podía volverse espaciosa y noble, según cada estilo de canto. Pinza cantaba en ese legato acariciante y velado que favorecen los bajos italianos, prefiriendo cubrir y oscurecer la calidad más brillante de su instrumento...”

Nacido en 1892, el joven Pinza compartió el escenario con sus colegas más maduros: Journet y Chaliapin. Aunque era el bajo principal del Metropolitan de Nueva York, humildemente aceptó cantar el rol secundario de Pimen, para tener el honor de cantar con Chaliapin, quien encarnó el rol protagónico de Boris Godunov.

El repertorio de Pinza incluía de todo, con excepción de la ópera contemporánea, aunque al final de su carrera incursionó con éxito en el género del musical de Broadway con South Pacific, poco antes de morir, en 1957.

Las escuelas nacionales han tenido una gran influencia en los estilos y colores de las voces que han producido. Entre los bajos que aparecieron durante la segunda mitad del siglo XX, destacan los educados en la escuela rusa, como Paata Burchuladze, y los búlgaros: Boris Christoff, Nicola Ghiuselev y Nicolai Ghiaurov, quienes realmente llegaron a dominar los escenarios de Europa.

Los finlandeses profundos Kim Borg, Matti Salminen y Martti Talvela, se especializaron en los repertorios dramáticos de la escuela rusa, así como en los roles verdianos y wagnerianos. Talvela, enorme de estatura y con una resonante voz de tuba, destacó no sólo como cantante de ópera sino también como liederista.

Entre los alemanes, las voces graves más portentosas del último medio siglo han sido las de los bajos de voz “negra” o Schwarzer Bass. Además de Gottlob Frick, destacaron Kurt Böhme, Karl Ridderbusch, Kurt Moll, Kurt Rydl y, últimamente, Franz Hawlata. Entre los ingleses, destacan Alastair Miles y John Tomlinson.

Y entre los máximos exponentes de la escuela italiana, de la segunda mitad del siglo XX, destaca el lirismo del basso cantante. En el lugar más prominente figura el italiano Cesare Siepi (sin duda el más importante bajo italiano de la segunda posguerra), que ejerció gran influencia sobre los bajos cantantes más jóvenes, como Ruggero Raimondi, Ferruccio Furlanetto, Roberto Scandiuzzi, Carlo Colombara, Ildebrando D'Arcangelo, Michele Pertusi, Lorenzo Regazzo y tantos otros.

De manera similar, durante las décadas 80 y 90, el nombre que ha sido sinónimo del Mefistofele de Boito es el del gran bajo estadunidense Samuel Ramey, heredero de la tradición que impusieron los americanos Jerome Hines y Norman Treigle, quienes dominaron los escenarios neoyorkinos del Metropolitan Opera y el New York City Opera durante décadas.

viernes, 27 de abril de 2007

El híbrido bajo-barítono

por Charles H. Oppenheim

No es un secreto que a lo largo de la segunda mitad del siglo XX prevaleció en el gusto del público la más versátil y brillante tesitura del bajo-barítono, entre cuyos principales exponentes destacan el wagneriano alemán Hans Hotter, el británico Robert Lloyd, el canadiense-americano George London, el alemán Thomas Quasthoff, el jamaiquino Willard White, el galés Bryn Terfel, y el belga José Van Dam, quien no sólo ha destacado en los repertorios francés, mozartiano, verdiano y wagneriano, sino que ha incursionado como pocos en el repertorio operístico del siglo XX, creando el papel protagónico de San Francisco de Asís de Messiaen, entre otros. Van Dam es también un extraordinario recitalista, en la mejor tradición de Chaliapin, Kipnis y el barítono Dietrich Fischer-Dieskau.

¿Pero qué es un bajo-barítono? Según The Complete Dictionary of Opera es “un término suelto que describe una voz o un rol que contiene elementos de bajo y de barítono.”

Robert Rushmore, en The Singing Voice, lo define así: (El bajo-barítono tiene) “un tono y color más oscuro” (que el barítono dramático). J. B. Steane, en su libro Voices, singers and critics, dice que “la voz del bajo-barítono habita el istmo de un estado intermedio... Idealmente tiene una calidad distintiva de bajo, pero con libertad baritonal en el pasaje de la voz... Pero es en el registro central y no en las notas agudas donde reside la belleza del bajo-barítono.”

Sobre la voz del bajo-barítono, se ha dicho que su nombre suena a un programa doble: dos por el precio de uno. Otra definición señala que esta categoría “suena a indecisión, pero en realidad es una categoría real que define a un cantante cuyo rango de voz y timbre son de un bajo, con toda la riqueza y resonancia que implica en su registro de pecho, con la habilidad añadida de que puede escalar notas más agudas con una facilidad casi baritonal, sin perder la resonancia de bajo. Los roles están escritos de manera que la voz de cabeza no es explotada sin piedad, sino sólo en momentos climáticos (Hans Sachs, Beckmesser, Gurnemanz, Falstaff, Escamillo y Boris Godunov)."

Cabe preguntarse, entonces, cuándo surgió la voz del bajo-barítono por primera vez. Históricamente, a partir de la Edad Media, las voces masculinas graves sólo se definían con la denominación de “bajo”.

Los primeros barítonos (de raíz griega, que significa “tono pesado”) son un invento del Renacimiento y coinciden con el nacimiento de la ópera. Pero durante la mayor parte del barroco, el concepto de “bajo” incluía a todas las voces masculinas graves (desde Peri y Monteverdi, hasta Bach y Händel).

Fue hasta fines del siglo XVIII en pleno clacisismo: (con Mozart) y principios del XIX (la era del bel canto, representado por Rossini, Bellini y Donizetti) cuando se consolida la voz intermedia entre el tenor y el bajo: el barítono lírico.

El primer gran rol de barítono lírico, escrito en la clave de Fa, con una tesitura imposible para un bajo, es el Fígaro de Rossini en El barbero de Sevilla.

Aun así, durante la era del bel canto, la mayoría de las partes para bajo eran relativamente agudas (sobre todo los roles para bajo buffo), y los roles para barítono eran más bien centrales, por lo que unos y otros podían entrecruzarse y cantar cualquiera de esos repertorios. He aquí el comienzo de la era del bajo-barítono.

Con el romanticismo del siglo XIX y el verismo del XX, se consolidan las subclasificaciones del barítono y del bajo. Ya en pleno siglo XX se vuelve más común la clasificación de bajo-barítono.


jueves, 26 de abril de 2007

Feodor Chaliapin: El actor cantante



por Charles H. Oppenheim

Entre los grandes cantantes de ópera que han desfilado a lo largo de la historia de la música, ha habido unos cuantos que desafían ser etiquetados, pues no tuvieron precedente y tampoco sucesores de distinción comparable. Uno de ellos fue el bajo ruso Feodor Chaliapin.

Chaliapin ha sido considerado por muchos críticos musicales, entre ellos Michael Scott, en The Record of Singing, como “uno de los tres cantantes más grandes y uno de los que ejercieron más poder e influencia en el arte musical del siglo XX”, junto con Enrico Caruso y Maria Callas.

Además, como dice Harold Schonberg en su libro Los virtuosos, no hay duda de que Chaliapin era un superestrella. “Fue él quien ganaba los honorarios más elevados, quien siempre aparecía en los periódicos, quien vivía más intensamente, quien creaba el alboroto que normalmente es privativo de las grandes sopranos y los grandes tenores… El hombre era un gigante en todos los sentidos. Se decía que medía 1.90 metros de estatura. Comía y bebía mucho. Sobre todo, bebía mucho.”

Y Geraldine Farrar, su colega y compañera de escena, recuerda que “aunque Chaliapin poseía una voz que parecía un trueno melodioso, era capaz de enloquecer a los directores escénicos y a los demás cantantes; casi nunca hacía lo convenido durante los ensayos, sino que improvisaba en el momento”.

Schonberg añade: “Era inmenso, arrogante, pendenciero y siempre creaba problemas. No era muy querido. Constantemente interfería, diciendo a los cantantes cómo debían actuar y a los directores cómo dirigir; reñía con los tramoyistas y continuamente aparecía en los periódicos que se solazaban publicando ‘los escándalos de Chaliapin’. En ocasiones, su comportamiento no era en absoluto profesional. Cuando se enfurruñaba, rehusaba salir a escena. O bien, en medio de una función, iba a su camarín, cambiaba sus ropas y abandonaba el teatro”.

Uno de los aspectos que más llamaba la atención de Chaliapin durante sus giras internacionales era su forma de ser extravagante. Era un bon vivant y un cuentero, indisciplinado, gran amigo del vodka y de la pachanga. En su autobiografía, Man and Mask, confiesa: “Tengo unas cuantas debilidades burguesas: me gustan los buenos trajes de sastre, las sábanas finas y el calzado elegante cosido a mano. Gasto mucho dinero en la gratificación de estas debibilidades...”

Algunos decían que era belicoso y su amigo, el compositor y pianista Sergei Rachmaninoff, coincidía con ellos. “Feodor es belicoso. Todos le temen. Es capaz de gritar a las personas e incluso de pegarles. Y su puño es temible... Sabe cuidar de sí mismo. ¿De qué otra manera puede comportarse? Nuestro propio teatro es un campo de batalla…”

Nacido en Kazan en 1873, en el seno de una familia humilde, Chaliapin fue el primer cantante ruso en establecer una gran reputación internacional. Era grande en todos los sentidos: además de su inmensa estatura, su voz era penetrante y su arte como actor cantante era monumental. De la pobreza extrema, Chaliapin se levantó como todo un self-made-man: construyó una sólida carrera a base de talento, intuición, oportunidad y determinación, y por eso fue un cantante auténtico y original. Y no sólo eso: también se dedicó a rescatar la música vernácula de su propio país y a promoverla por todo el mundo en sus recitales con piano. Una de sus canciones más famosas es “La canción de los boteros del Volga”.

En el mundo de la ópera, las interpretaciones de Chaliapin de ciertos personajes se han convertido en el estándar. Su Boris Godunov, por ejemplo, ha sido imitado por muchos. Y en los roles del repertorio francés e italiano para bajo —Mefistófeles, Don Quijote, Leporello, Don Basilio— las caracterizaciones de Chaliapin se consideran referencias y ejemplos a seguir.

La fama de Chaliapin —si bien llegó a ser considerado por mucho tiempo como un héroe nacional en Rusia— tardó en imponerse en Occidente. Aunque sus primeras presentaciones fuera de Rusia fueron en Milán en 1901, Montecarlo en 1904 y Nueva York en 1907, el bajo se tuvo que conformar con los roles estándares del repertorio italiano. Boris Godunov, su ópera insignia, no pertenecía al repertorio de ninguna de estas compañías. Mucho menos ninguna otra ópera rusa de Borodin, Dargomijski, Glinka, Rachmaninov, Rimsky-Korsakov, Rubinstein o Tchaikovsky.

Podemos decir que fue gracias primero a Chaliapin —y después a los grandes bajos eslavos que lo siguieron, como Mark Reizen, Alexander Kipnis, Boris Christoff, Nicolai Ghiaurov, por mencionar algunos— que Occidente conoció y llegó a apreciar la ópera rusa. Como le escribió alguna vez en una carta su amigo el novelista Máximo Gorky —quien escribió su biografía—: “Tú eres para nuestra música lo que Tolstoi para nuestra literatura”.

Fue hasta 1908 en París y 1913 en Londres cuando finalmente se pudo estrenar Boris Godunov, y su interpretación del tirano ruso pudo colocarlo en el pedestal de los grandes artistas universales de la ópera del siglo XX. Su gran reputación le perdonaba todo, incluyendo sus excesos interpretativos, que no eran pocos. De hecho, muchos aficionados serios de los estilos italiano y francés deploraban su exuberancia actoral y las licencias que se daba como cantante, interpolando notas aquí y allá que no estaban escritas en la partitura original, o extendiendo a su antojo la duración de una nota, sólo porque a él le daba la gana extenderla, aunque eso rompiera con la estructura de tiempo y ritmo de la partitura.

Las caracterizaciones de Chaliapin siempre llamaban la atención y sobresalían, opacando inexorablemente a sus colegas en escena, pero a veces hasta sus más fervientes admiradores reconocían que la pasión de este gigante ruso era tan grande que lo llevaba a exagerar y sobreactuar. Cuenta Henry Pleasants en su libro The Great Singers que los críticos neoyorkinos que cubrieron el debut de Chaliapin en el protagónico de Mefistofele de Boito, en Milán en 1901, “reaccionaron con más sorpresa que placer al enfrentarse con el demonio eslavo”. Para el influyente crítico del Tribune, Henry Krehbiel, “su personificación fue tan pintoresca que podía utilizarse para ilustrar un libro de cuentos infantil”. Su Mefistofele, añade Krehbiel, “era tan crudamente carnal que nos recordaba la conducta vulgar de las clases bajas rusas que su paisano Gorky retrata con maestría en su literatura”.

Pero el público milanés se volvía loco por Chaliapin —quien compartía en esa ocasión el escenario con Enrico Caruso y cantaba al son de la batuta de Arturo Toscanini—, y el bajo ruso regresó a Milán en las temporadas de 1904, 1908, 1912, 1929, 1930 y 1933. Y cuando Chaliapin finalmente cantó Boris Godunov, entonces sí, hasta el exigente crítico Krehbiel se quedó boquiabierto: “Todo lo que había escuchado acerca de su gran personificación del tirano ruso —escribió— se quedó corto. Su interpretación es conmovedora en su terrible vehemencia y agonía”.

Lo que Krehbiel y otros críticos no habían logrado percibir antes, tal vez, era el pensamiento original que había detrás de todo lo que hacía Chaliapin en escena, aunque fuese en contra de lo que dictaba la tradición. En su autobiografía de 1932, Man and Mask, Chaliapin confiesa que desde que inició su carrera, “me disgustaban los lugares comunes en la ópera... Los cantantes se movían majestuosamente a través del escenario, profiriendo exquisitas notas y prodigando perfección técnica, pero el resultado era tan mecánico y carente de vida como un espectáculo de marionetas”.

Uno de los primeros roles belcantistas de Chaliapin fue el del conde Robinson en Il matrimonio segreto de Cimarosa. Para el ruso, “hasta ahora (en la madurez) me doy cuenta que es una ópera encantadora. La música de Cimarosa expresa la cordialidad elegante y la gracia afectada de finales del siglo XVIII… pero la parte del conde Robinson no me sentó bien, pues no iba de acuerdo con mi cultura musical —entonces apenas en desarrollo— ni con mis tendencias naturales… Tanto la ópera como yo fuimos un tremendo fracaso”.

Más adelante en su biografía, el actor cantante explica: “Finalmente entendí por qué el bel canto casi invariablemente me producía aburrimiento. Pensé en los cantantes que conocía, con sus voces magníficas, perfectamente entrenadas para cantar piano o forte, pero que ponían el acento en cantar las notas, mientras que para ellos las palabras eran meramente de importancia secundaria. De hecho, tan poca atención ponen estos cantantes en las palabras, que muchas veces el público no entiende una sílaba de lo que supuestamente están diciendo. Cantan bonito, sus voces nunca suenan esforzadas, y producen las notas con deleite, pero con su interpretación no podemos saber si están cantando acerca del amor o acerca del odio. ¡No hay nada que las distinga!

“...Por eso —continúa—, creo que la falta de entonación o inflexión es lo que explica por qué hay tantos cantantes excelentes, y tan pocos buenos actores en la ópera... De ahí que a partir de entonces me dediqué con ahínco a estudiar el verdadero arte de la actuación con los grandes actores dramáticos de Rusia. Dejé de acudir a la aburrida ópera de mi tiempo y empecé a apasionarme por el teatro, primero en San Petersburgo y luego en Moscú.”

A decir de su colega y amiga, Geraldine Farrar, “Chaliapin era de un físico soberbio, un gran querubín rubio, con un don inigualable para la metamorfosis cosmética”. En efecto, su forma de aproximarse al arte lírico era un desafío para las convenciones teatrales de su tiempo. Su pasión por la verdad dramática y pictórica era una afrenta a la caracterización tradicional.

En Man and Mask, Chaliapin dedica un capítulo a explicar el arte de maquillarse: “Se dice con frecuencia que he innovado en el terreno del maquillaje teatral, aunque la verdad es que sólo he seguido los lineamientos de los mejores actores rusos... El maquillaje es importante, y siempre me he guiado por el sabio principio de no añadir detalles innecesarios. El maquillaje debe ser lo más sencillo posible... puesto que es un elemento auxiliar, al igual que el vestuario, que nunca debe estorbar o impedir la gestualización del actor. De la misma manera, el maquillaje no debe impedir la libertad de expresión facial del actor.

Y ejemplifica: “Mi cara no es la apropiada para interpretar a Boris Godunov, tal como mi cintura no va de acuerdo con la de él. Así como el vestuario de Boris debe diseñarse con el propósito de ocultar mi cintura, así el maquillaje de Boris debe servir primordialmente para enmascarar mi rostro... Pero a diferencia del vestuario, gracias al cual puedo interpretar el rol de Sancho Panza —aunque mis características físicas impedirían crear una ilusión completa—, el maquillaje no servirá al actor para crear un personaje creíble, a menos que pueda combinar el maquillaje externo con el maquillaje psicológico; es decir, con la inspiración que surge de su propia mente. Un actor puede actuar sin maquillaje, pero sólo puede tomar vida su personificación mental si es un verdadero artista...”

Chaliapin era un verdadero artista. En la autobiografía que el cantante le dictó a su amigo Gorky, Feodor recuerda cómo fue que se preparó física, musical y psicológicamente para crear el rol de Boris Godunov:

“En el verano de 1898 —cuenta— fui invitado a pasar una temporada en la casa de campo de T.C. Lyubatovich en la provincia de Yaroslavl. Ahí, junto con Sergei Rachmaninov, nuestro director, empecé a estudiar Boris Godunov. Rachmaninov acababa de graduarse del Conservatorio. Estaba lleno de vitalidad y era excelente compañía. Era un artista de primer nivel, un músico magnífico y un pupilo de Tchaikovsky. Fue él quien me alentó particularmente a estudiar a Mussorgsky y a Rimsky-Korsakov. Me enseñó algo sobre los fundamentos de la música y la armonía, en un intento por completar mi educación musical.

Boris Godunov me llamaba la atención a tal grado que, no contento con aprenderme mi papel, canté la ópera entera: todas las partes, las masculinas y las femeninas. Fue entonces cuando comprendí la utilidad del estudio de una ópera ‘completa’, y en consecuencia empecé a estudiar así otras obras enteras, incluso aquellas que me eran familiares.

“Entre más me sumergía en la obra de Mussorgsky, más me percataba de que uno podía actuar la ópera como si fuera de Shakespeare. Para mí todo dependía del compositor de la obra. Me emocioné mucho cuando me acerqué por primera vez a la biografía de Mussorgsky. En verdad que quedé impresionado —y horrorizado— de que haya tenido un talento tan magnífico y original, pero que vivió en la escualidez, la pobreza, y que después murió de alcoholismo en un sanatorio inmundo. Era increíble...

“Además de revisar minuciosamente la música de Mussorgsky, empecé a estudiar desde un ángulo histórico. Para ese fin leí a Pushkin y a Karamzin. Pero eso no era suficiente, deseaba ir más allá y en consecuencia me acerqué al famoso historiador Klyuchevsky, quien casualmente estaba pasando el verano en la provincia de Yaroslavl, y pedí su ayuda.

“El gran académico me recibió cordialmente. Me ofreció té y luego me dijo que había gozado de mi interpretación de Iván el Terrible. Le pregunté si me podía contar algo de Godunov. Sugirió que diéramos un paseo por el bosque. Nunca olvidaré esa increíble caminata entre altos pinos, con el suelo sembrado de pinochas.

“El pequeño anciano a mi lado tenía un corte de cabello que asemejaba un molde de budín, una pequeña barba blanca más bien angosta, pero ojos inteligentes que brillaban a través de sus anteojos. A cada rato se detendía y, en una voz rasposa, con una sonrisa socarrona en el rostro, representaba la conversación que supuestamente ocurrió entre Shuisky y Godunov casi como si hubiera sido testigo presencial del acontecimiento, seguido de su descripción de Varlaam y Misail como si los hubiera conocido personalmente. Describió el encanto personal del pretendiente al trono. Hablaba mucho, y sus descripciones eran pintorescas, llenas de color. De hecho, podía imaginarme a las personas que describía. ¡Cómo deseaba que pudiera cantar, para que los dos interpretáramos juntos la obra completa! Esta experiencia con Klyuchevsky me dejó una impresión profunda.

“Mientras hablaba de Boris, el personaje surgía de mi imaginación como una figura poderosa, de gran interés. Pronto empecé a sentir simpatía por este zar poderoso e inteligente quien, aun procurando el bien de Rusia, acabó creando el vasallaje. El viejo historiador enfatizó la soledad de Godunov, su agilidad de pensamiento, su esfuerzo por introducir la cultura occidental en su país. Escuchándolo, uno sentía que era como si Vassily Shuisky había resucitado, y que en ese momento confesaba su error en haber destruido a Godunov.

“Pasé la noche con Klyuchevsky, y al día siguiente partí muy agradecido por esa lección de historia que me había dado este hombre notable. Después de eso, a menudo regresé a pedirle consejo.

“Comenzaron los ensayos para Boris Godunov. De inmediato me percaté de que mis colegas no veían las cosas a mi manera y que la existente escuela de ópera no satisfacía los requerimientos de esta obra… Incluso yo era, desde luego, un producto de esa misma escuela de canto, y nada más. Esa escuela me enseñó cómo sostener el sonido, cómo ampliar y reducirlo, pero lo que no me enseñó fue la psicología del personaje interpretado. Era claro que a nadie le habían instruido estudiar la época en que había vivido un personaje histórico. Los profesores de esta escuela eran proclives a usar una terminología confusa, a veces incomprensible. Hablaban de ‘mantener la voz en la máscara’, o de ‘colocar el sonido en el diafragma’, o de ‘empujar hacia abajo’. Tal vez eso era necesario, pero no era la esencia del canto. Para mí no era suficiente que nos enseñaran a cantar una cavatina o una serenata o una balada; nos debían enseñar a comprender el significado de las palabras que cantábamos y los sentimientos que evocaban…

“Seguramente la debilidad de esta escuela de ópera se hizo patente en los ensayos, sobre todo cuando las palabras enunciadas pertenecían a un poeta de la talla de Pushkin o Karamzin. Para mí no era posible actuar si no recibía la respuesta esperada de mi compañero, especialmente si no estaba sumergido en el ánimo de la escena. Shuisky era mi principal preocupación, aunque ese papel lo cantaba Shkafer, un artista muy inteligente. Sin embargo, al escucharlo, uno no podía menos que desear que le dieran el papel a aquel viejo historiador.

“La decoración, la escenografía, la orquesta y el coro de la Compañía Mamontov eran correctos, pero ahora me percaté de que los mayores recursos del Teatro Imperial podían escenificar una mucho mejor producción de Boris Godunov.

“Llegó el día de la representación. Desde la producción de La dama de Pskov (de Rimsky-Korsakov), me había convertido tal vez en el artista más popular de Moscú y el público acudía en masa a las producciones en las que yo participaba. Al principio Boris fue recibido por el público con frialdad y apatía, y yo estaba preocupado. Pero de pronto la escena de la alucinación electrificó a los oyentes, y la ópera acabó triunfando. Me pareció extraño que esta ópera nunca antes había creado tal impacto, a pesar de que la obra es shakespeareana en su fuerza y belleza. Las representaciones subsecuentes acercaron al público todavía más a la obra, y ahora parecían comprender su encanto desde el primer acto.

“Por más que me he preparado, por más que he estudiado y me he esforzado, nunca he pisado el escenario con la sensación de dominar esta ópera. Es una obra que cobra vida y crece en el acto de representarla. Mi recompensa ha sido el conocimiento que de ella he ido adquiriendo con cada interpretación. Esta suerte de ‘vivir’ el papel es lo que, con cada producción, me ha permitido ampliar y profundizar mi conocimiento del personaje... En esto radica el crecimiento real, la verdadera comprensión de la ópera.”

Tan exitosa e impactante fue la ópera de Mussorgsky para la carrera de Chaliapin, que a uno de sus hijos lo bautizó con el nombre de Boris.

Afortunadamente, entre los fragmentos de arias y pasajes de óperas que nos legó Chaliapin, figuran algunos de Boris Godunov, que nos dan una idea del efecto deslumbrante que debe de haber tenido su actuación escénica. “Escuchar este Boris —como afirma Harold Schonberg en su libro Los virtuosos—, con su majestad y sus temores, es como ver a Chaliapin; tan vívida es su interpretación, tan sobrecogedora la atmósfera, tan fiel a Mussorgsky. Estos discos transmiten una fuerza indescriptible; y no es solamente Chaliapin. Gorky tenía razón: el espíritu mismo de Rusia estaba encarnado en este hombre.”

Como otros colegas de su generación, Chaliapin fue ante todo un actor cantante. Y añadiría que era más actor que cantante. Claro, tenía una portentosa y resonante voz de bajo —más de bajo cantante que de bajo profundo—, pero —como dice Pleasants— “hasta que aprendió a adaptarla al arte del actor nato que era, su voz no le trajo satisfacción ni éxito”.

Pero cuando aprendió a interpretar las canciones que ofrecía en un recital, por ejemplo, ya no le hacía falta vestuario ni maquillaje: sus inflexiones, sus gestos, su cuerpo entero se convertía en el personaje que estaba entonando las palabras de la canción. Y eso volvía loco al público. Y también porque sus recitales eran poco convencionales. Nunca preparaba un programa específico. En su lugar, el público debía adquirir un librito, disponible a la entrada de la sala, que contenía las traducciones de un repertorio del que él escogería, a su entera discreción y según su estado de ánimo y condición vocal, las canciones que interpretaría, anunciándolas por número conforme evolucionaba el recital.

“A Chaliapin le gustaban las canciones de carácter —dice Pleasants—, y tal era su arte de la inflexión en la cúspide de su carrera, que sobrevivió la gloria de su voz”… y se convirtió en ejemplo a seguir para las generaciones subsecuentes de cantantes de recitales.

Cuenta el gran acompañante de recitalistas Gerald Moore —quien tocó con Chaliapin en varias ocasiones cuando era un joven pianista— que el ruso hacía su mejor labor cuando cantaba en su idioma natal, donde sus distorsiones intencionales procedían de una afinidad innata con el estilo, el texto y el lenguaje rusos. Cuando cantaba en alemán, sin embargo, el pianista debía estar siempre alerta “para lo inesperado, lo improbable y lo impropio”. Pero Moore concede que hasta el admirador más ferviente de Schubert o Schumann se dejaba llevar por el arte dramático de Chaliapin y su poder persuasivo de sugestión.

Los aficionados a la ópera del siglo XXI tenemos un gran handicap. A Feodor Chaliapin sólo podemos oírlo y tratar de imaginarnos y comprender la magnitud integral de su arte. Pero a Chaliapin —como a la Callas en su momento—, había que verlo en vivo. Desgraciadamente, eso no nos es posible.

Aunado a lo anterior, con Chaliapin tenemos un problema adicional: sus grabaciones —como las grabaciones de Caruso— datan de 1901 hasta 1936, por lo que su calidad auditiva deja mucho que desear.

Afortunadamente, Chaliapin participó en dos películas: la cinta muda Ivan el terrible, en 1915, y la cinta sonora de Pabst, Don Quijote, en 1933, donde afortunadamente podemos darnos una idea del arte de este actor cantante. Las canciones que entona Chaliapin en esta cinta, por cierto, fueron escritas para él por Jacques Ibert.

Cuando estalló la Revolución de Octubre, en 1917, Chaliapin —siendo él, a fin de cuentas, un hombre del pueblo y con ideales socialistas— simpatizó inicialmente con el nuevo régimen. Después de todo, años antes había conocido a Lenin —quien lo admiraba— en casa de Gorky. Permaneció en San Petersburgo como miembro de la compañía de teatro Mariinsky, donde fue nombrado presidente del Comité de Artes del Teatro. Pero su primer acto administrativo fue decretar que las horas de ensayo ya no serían fijas, sino que los ensayos durarían hasta que terminaran. Con ello, no sólo dio un precipitado fin a su flamante presidencia, sino que fue eventualmente expulsado de la compañía.

Años después el gobierno bolchevique le confirió a Chaliapin el título de “Primer Cantante del Pueblo Soviético”. Pero el testarudo cantante, individualista a más no poder, idealista y sin ambiciones políticas, eventualmente quedó desencantado de la real politik, y del infierno burocrático y totalitario en que se había convertido el régimen bolchevique.

En 1922 se autoexilió en París, para ya no regresar nunca más a su patria en vida. Subsecuentemente, el régimen comunista lo tildó de “antirevolucionario” y le expropió todas sus propiedades y títulos en Rusia.

Chaliapin murió de leucemia en París, el 12 de abril de 1938. Fue sepultado en el cementerio de Batignolles, en la Ciudad Luz, y ahí permanecieron sus restos hasta 1984, cuando fueron exhumados y trasladados definitivamente al cementerio de Moscú.

Hasta el final de su vida —concluye Pleasants—, “Chaliapin se comportó como un niño grande: caprichoso, consentido, de humor fluctuante, impulsivo e impredecible. Era más que un gran showman. Era el espectáculo.”