jueves, 26 de abril de 2007

Feodor Chaliapin: El actor cantante



por Charles H. Oppenheim

Entre los grandes cantantes de ópera que han desfilado a lo largo de la historia de la música, ha habido unos cuantos que desafían ser etiquetados, pues no tuvieron precedente y tampoco sucesores de distinción comparable. Uno de ellos fue el bajo ruso Feodor Chaliapin.

Chaliapin ha sido considerado por muchos críticos musicales, entre ellos Michael Scott, en The Record of Singing, como “uno de los tres cantantes más grandes y uno de los que ejercieron más poder e influencia en el arte musical del siglo XX”, junto con Enrico Caruso y Maria Callas.

Además, como dice Harold Schonberg en su libro Los virtuosos, no hay duda de que Chaliapin era un superestrella. “Fue él quien ganaba los honorarios más elevados, quien siempre aparecía en los periódicos, quien vivía más intensamente, quien creaba el alboroto que normalmente es privativo de las grandes sopranos y los grandes tenores… El hombre era un gigante en todos los sentidos. Se decía que medía 1.90 metros de estatura. Comía y bebía mucho. Sobre todo, bebía mucho.”

Y Geraldine Farrar, su colega y compañera de escena, recuerda que “aunque Chaliapin poseía una voz que parecía un trueno melodioso, era capaz de enloquecer a los directores escénicos y a los demás cantantes; casi nunca hacía lo convenido durante los ensayos, sino que improvisaba en el momento”.

Schonberg añade: “Era inmenso, arrogante, pendenciero y siempre creaba problemas. No era muy querido. Constantemente interfería, diciendo a los cantantes cómo debían actuar y a los directores cómo dirigir; reñía con los tramoyistas y continuamente aparecía en los periódicos que se solazaban publicando ‘los escándalos de Chaliapin’. En ocasiones, su comportamiento no era en absoluto profesional. Cuando se enfurruñaba, rehusaba salir a escena. O bien, en medio de una función, iba a su camarín, cambiaba sus ropas y abandonaba el teatro”.

Uno de los aspectos que más llamaba la atención de Chaliapin durante sus giras internacionales era su forma de ser extravagante. Era un bon vivant y un cuentero, indisciplinado, gran amigo del vodka y de la pachanga. En su autobiografía, Man and Mask, confiesa: “Tengo unas cuantas debilidades burguesas: me gustan los buenos trajes de sastre, las sábanas finas y el calzado elegante cosido a mano. Gasto mucho dinero en la gratificación de estas debibilidades...”

Algunos decían que era belicoso y su amigo, el compositor y pianista Sergei Rachmaninoff, coincidía con ellos. “Feodor es belicoso. Todos le temen. Es capaz de gritar a las personas e incluso de pegarles. Y su puño es temible... Sabe cuidar de sí mismo. ¿De qué otra manera puede comportarse? Nuestro propio teatro es un campo de batalla…”

Nacido en Kazan en 1873, en el seno de una familia humilde, Chaliapin fue el primer cantante ruso en establecer una gran reputación internacional. Era grande en todos los sentidos: además de su inmensa estatura, su voz era penetrante y su arte como actor cantante era monumental. De la pobreza extrema, Chaliapin se levantó como todo un self-made-man: construyó una sólida carrera a base de talento, intuición, oportunidad y determinación, y por eso fue un cantante auténtico y original. Y no sólo eso: también se dedicó a rescatar la música vernácula de su propio país y a promoverla por todo el mundo en sus recitales con piano. Una de sus canciones más famosas es “La canción de los boteros del Volga”.

En el mundo de la ópera, las interpretaciones de Chaliapin de ciertos personajes se han convertido en el estándar. Su Boris Godunov, por ejemplo, ha sido imitado por muchos. Y en los roles del repertorio francés e italiano para bajo —Mefistófeles, Don Quijote, Leporello, Don Basilio— las caracterizaciones de Chaliapin se consideran referencias y ejemplos a seguir.

La fama de Chaliapin —si bien llegó a ser considerado por mucho tiempo como un héroe nacional en Rusia— tardó en imponerse en Occidente. Aunque sus primeras presentaciones fuera de Rusia fueron en Milán en 1901, Montecarlo en 1904 y Nueva York en 1907, el bajo se tuvo que conformar con los roles estándares del repertorio italiano. Boris Godunov, su ópera insignia, no pertenecía al repertorio de ninguna de estas compañías. Mucho menos ninguna otra ópera rusa de Borodin, Dargomijski, Glinka, Rachmaninov, Rimsky-Korsakov, Rubinstein o Tchaikovsky.

Podemos decir que fue gracias primero a Chaliapin —y después a los grandes bajos eslavos que lo siguieron, como Mark Reizen, Alexander Kipnis, Boris Christoff, Nicolai Ghiaurov, por mencionar algunos— que Occidente conoció y llegó a apreciar la ópera rusa. Como le escribió alguna vez en una carta su amigo el novelista Máximo Gorky —quien escribió su biografía—: “Tú eres para nuestra música lo que Tolstoi para nuestra literatura”.

Fue hasta 1908 en París y 1913 en Londres cuando finalmente se pudo estrenar Boris Godunov, y su interpretación del tirano ruso pudo colocarlo en el pedestal de los grandes artistas universales de la ópera del siglo XX. Su gran reputación le perdonaba todo, incluyendo sus excesos interpretativos, que no eran pocos. De hecho, muchos aficionados serios de los estilos italiano y francés deploraban su exuberancia actoral y las licencias que se daba como cantante, interpolando notas aquí y allá que no estaban escritas en la partitura original, o extendiendo a su antojo la duración de una nota, sólo porque a él le daba la gana extenderla, aunque eso rompiera con la estructura de tiempo y ritmo de la partitura.

Las caracterizaciones de Chaliapin siempre llamaban la atención y sobresalían, opacando inexorablemente a sus colegas en escena, pero a veces hasta sus más fervientes admiradores reconocían que la pasión de este gigante ruso era tan grande que lo llevaba a exagerar y sobreactuar. Cuenta Henry Pleasants en su libro The Great Singers que los críticos neoyorkinos que cubrieron el debut de Chaliapin en el protagónico de Mefistofele de Boito, en Milán en 1901, “reaccionaron con más sorpresa que placer al enfrentarse con el demonio eslavo”. Para el influyente crítico del Tribune, Henry Krehbiel, “su personificación fue tan pintoresca que podía utilizarse para ilustrar un libro de cuentos infantil”. Su Mefistofele, añade Krehbiel, “era tan crudamente carnal que nos recordaba la conducta vulgar de las clases bajas rusas que su paisano Gorky retrata con maestría en su literatura”.

Pero el público milanés se volvía loco por Chaliapin —quien compartía en esa ocasión el escenario con Enrico Caruso y cantaba al son de la batuta de Arturo Toscanini—, y el bajo ruso regresó a Milán en las temporadas de 1904, 1908, 1912, 1929, 1930 y 1933. Y cuando Chaliapin finalmente cantó Boris Godunov, entonces sí, hasta el exigente crítico Krehbiel se quedó boquiabierto: “Todo lo que había escuchado acerca de su gran personificación del tirano ruso —escribió— se quedó corto. Su interpretación es conmovedora en su terrible vehemencia y agonía”.

Lo que Krehbiel y otros críticos no habían logrado percibir antes, tal vez, era el pensamiento original que había detrás de todo lo que hacía Chaliapin en escena, aunque fuese en contra de lo que dictaba la tradición. En su autobiografía de 1932, Man and Mask, Chaliapin confiesa que desde que inició su carrera, “me disgustaban los lugares comunes en la ópera... Los cantantes se movían majestuosamente a través del escenario, profiriendo exquisitas notas y prodigando perfección técnica, pero el resultado era tan mecánico y carente de vida como un espectáculo de marionetas”.

Uno de los primeros roles belcantistas de Chaliapin fue el del conde Robinson en Il matrimonio segreto de Cimarosa. Para el ruso, “hasta ahora (en la madurez) me doy cuenta que es una ópera encantadora. La música de Cimarosa expresa la cordialidad elegante y la gracia afectada de finales del siglo XVIII… pero la parte del conde Robinson no me sentó bien, pues no iba de acuerdo con mi cultura musical —entonces apenas en desarrollo— ni con mis tendencias naturales… Tanto la ópera como yo fuimos un tremendo fracaso”.

Más adelante en su biografía, el actor cantante explica: “Finalmente entendí por qué el bel canto casi invariablemente me producía aburrimiento. Pensé en los cantantes que conocía, con sus voces magníficas, perfectamente entrenadas para cantar piano o forte, pero que ponían el acento en cantar las notas, mientras que para ellos las palabras eran meramente de importancia secundaria. De hecho, tan poca atención ponen estos cantantes en las palabras, que muchas veces el público no entiende una sílaba de lo que supuestamente están diciendo. Cantan bonito, sus voces nunca suenan esforzadas, y producen las notas con deleite, pero con su interpretación no podemos saber si están cantando acerca del amor o acerca del odio. ¡No hay nada que las distinga!

“...Por eso —continúa—, creo que la falta de entonación o inflexión es lo que explica por qué hay tantos cantantes excelentes, y tan pocos buenos actores en la ópera... De ahí que a partir de entonces me dediqué con ahínco a estudiar el verdadero arte de la actuación con los grandes actores dramáticos de Rusia. Dejé de acudir a la aburrida ópera de mi tiempo y empecé a apasionarme por el teatro, primero en San Petersburgo y luego en Moscú.”

A decir de su colega y amiga, Geraldine Farrar, “Chaliapin era de un físico soberbio, un gran querubín rubio, con un don inigualable para la metamorfosis cosmética”. En efecto, su forma de aproximarse al arte lírico era un desafío para las convenciones teatrales de su tiempo. Su pasión por la verdad dramática y pictórica era una afrenta a la caracterización tradicional.

En Man and Mask, Chaliapin dedica un capítulo a explicar el arte de maquillarse: “Se dice con frecuencia que he innovado en el terreno del maquillaje teatral, aunque la verdad es que sólo he seguido los lineamientos de los mejores actores rusos... El maquillaje es importante, y siempre me he guiado por el sabio principio de no añadir detalles innecesarios. El maquillaje debe ser lo más sencillo posible... puesto que es un elemento auxiliar, al igual que el vestuario, que nunca debe estorbar o impedir la gestualización del actor. De la misma manera, el maquillaje no debe impedir la libertad de expresión facial del actor.

Y ejemplifica: “Mi cara no es la apropiada para interpretar a Boris Godunov, tal como mi cintura no va de acuerdo con la de él. Así como el vestuario de Boris debe diseñarse con el propósito de ocultar mi cintura, así el maquillaje de Boris debe servir primordialmente para enmascarar mi rostro... Pero a diferencia del vestuario, gracias al cual puedo interpretar el rol de Sancho Panza —aunque mis características físicas impedirían crear una ilusión completa—, el maquillaje no servirá al actor para crear un personaje creíble, a menos que pueda combinar el maquillaje externo con el maquillaje psicológico; es decir, con la inspiración que surge de su propia mente. Un actor puede actuar sin maquillaje, pero sólo puede tomar vida su personificación mental si es un verdadero artista...”

Chaliapin era un verdadero artista. En la autobiografía que el cantante le dictó a su amigo Gorky, Feodor recuerda cómo fue que se preparó física, musical y psicológicamente para crear el rol de Boris Godunov:

“En el verano de 1898 —cuenta— fui invitado a pasar una temporada en la casa de campo de T.C. Lyubatovich en la provincia de Yaroslavl. Ahí, junto con Sergei Rachmaninov, nuestro director, empecé a estudiar Boris Godunov. Rachmaninov acababa de graduarse del Conservatorio. Estaba lleno de vitalidad y era excelente compañía. Era un artista de primer nivel, un músico magnífico y un pupilo de Tchaikovsky. Fue él quien me alentó particularmente a estudiar a Mussorgsky y a Rimsky-Korsakov. Me enseñó algo sobre los fundamentos de la música y la armonía, en un intento por completar mi educación musical.

Boris Godunov me llamaba la atención a tal grado que, no contento con aprenderme mi papel, canté la ópera entera: todas las partes, las masculinas y las femeninas. Fue entonces cuando comprendí la utilidad del estudio de una ópera ‘completa’, y en consecuencia empecé a estudiar así otras obras enteras, incluso aquellas que me eran familiares.

“Entre más me sumergía en la obra de Mussorgsky, más me percataba de que uno podía actuar la ópera como si fuera de Shakespeare. Para mí todo dependía del compositor de la obra. Me emocioné mucho cuando me acerqué por primera vez a la biografía de Mussorgsky. En verdad que quedé impresionado —y horrorizado— de que haya tenido un talento tan magnífico y original, pero que vivió en la escualidez, la pobreza, y que después murió de alcoholismo en un sanatorio inmundo. Era increíble...

“Además de revisar minuciosamente la música de Mussorgsky, empecé a estudiar desde un ángulo histórico. Para ese fin leí a Pushkin y a Karamzin. Pero eso no era suficiente, deseaba ir más allá y en consecuencia me acerqué al famoso historiador Klyuchevsky, quien casualmente estaba pasando el verano en la provincia de Yaroslavl, y pedí su ayuda.

“El gran académico me recibió cordialmente. Me ofreció té y luego me dijo que había gozado de mi interpretación de Iván el Terrible. Le pregunté si me podía contar algo de Godunov. Sugirió que diéramos un paseo por el bosque. Nunca olvidaré esa increíble caminata entre altos pinos, con el suelo sembrado de pinochas.

“El pequeño anciano a mi lado tenía un corte de cabello que asemejaba un molde de budín, una pequeña barba blanca más bien angosta, pero ojos inteligentes que brillaban a través de sus anteojos. A cada rato se detendía y, en una voz rasposa, con una sonrisa socarrona en el rostro, representaba la conversación que supuestamente ocurrió entre Shuisky y Godunov casi como si hubiera sido testigo presencial del acontecimiento, seguido de su descripción de Varlaam y Misail como si los hubiera conocido personalmente. Describió el encanto personal del pretendiente al trono. Hablaba mucho, y sus descripciones eran pintorescas, llenas de color. De hecho, podía imaginarme a las personas que describía. ¡Cómo deseaba que pudiera cantar, para que los dos interpretáramos juntos la obra completa! Esta experiencia con Klyuchevsky me dejó una impresión profunda.

“Mientras hablaba de Boris, el personaje surgía de mi imaginación como una figura poderosa, de gran interés. Pronto empecé a sentir simpatía por este zar poderoso e inteligente quien, aun procurando el bien de Rusia, acabó creando el vasallaje. El viejo historiador enfatizó la soledad de Godunov, su agilidad de pensamiento, su esfuerzo por introducir la cultura occidental en su país. Escuchándolo, uno sentía que era como si Vassily Shuisky había resucitado, y que en ese momento confesaba su error en haber destruido a Godunov.

“Pasé la noche con Klyuchevsky, y al día siguiente partí muy agradecido por esa lección de historia que me había dado este hombre notable. Después de eso, a menudo regresé a pedirle consejo.

“Comenzaron los ensayos para Boris Godunov. De inmediato me percaté de que mis colegas no veían las cosas a mi manera y que la existente escuela de ópera no satisfacía los requerimientos de esta obra… Incluso yo era, desde luego, un producto de esa misma escuela de canto, y nada más. Esa escuela me enseñó cómo sostener el sonido, cómo ampliar y reducirlo, pero lo que no me enseñó fue la psicología del personaje interpretado. Era claro que a nadie le habían instruido estudiar la época en que había vivido un personaje histórico. Los profesores de esta escuela eran proclives a usar una terminología confusa, a veces incomprensible. Hablaban de ‘mantener la voz en la máscara’, o de ‘colocar el sonido en el diafragma’, o de ‘empujar hacia abajo’. Tal vez eso era necesario, pero no era la esencia del canto. Para mí no era suficiente que nos enseñaran a cantar una cavatina o una serenata o una balada; nos debían enseñar a comprender el significado de las palabras que cantábamos y los sentimientos que evocaban…

“Seguramente la debilidad de esta escuela de ópera se hizo patente en los ensayos, sobre todo cuando las palabras enunciadas pertenecían a un poeta de la talla de Pushkin o Karamzin. Para mí no era posible actuar si no recibía la respuesta esperada de mi compañero, especialmente si no estaba sumergido en el ánimo de la escena. Shuisky era mi principal preocupación, aunque ese papel lo cantaba Shkafer, un artista muy inteligente. Sin embargo, al escucharlo, uno no podía menos que desear que le dieran el papel a aquel viejo historiador.

“La decoración, la escenografía, la orquesta y el coro de la Compañía Mamontov eran correctos, pero ahora me percaté de que los mayores recursos del Teatro Imperial podían escenificar una mucho mejor producción de Boris Godunov.

“Llegó el día de la representación. Desde la producción de La dama de Pskov (de Rimsky-Korsakov), me había convertido tal vez en el artista más popular de Moscú y el público acudía en masa a las producciones en las que yo participaba. Al principio Boris fue recibido por el público con frialdad y apatía, y yo estaba preocupado. Pero de pronto la escena de la alucinación electrificó a los oyentes, y la ópera acabó triunfando. Me pareció extraño que esta ópera nunca antes había creado tal impacto, a pesar de que la obra es shakespeareana en su fuerza y belleza. Las representaciones subsecuentes acercaron al público todavía más a la obra, y ahora parecían comprender su encanto desde el primer acto.

“Por más que me he preparado, por más que he estudiado y me he esforzado, nunca he pisado el escenario con la sensación de dominar esta ópera. Es una obra que cobra vida y crece en el acto de representarla. Mi recompensa ha sido el conocimiento que de ella he ido adquiriendo con cada interpretación. Esta suerte de ‘vivir’ el papel es lo que, con cada producción, me ha permitido ampliar y profundizar mi conocimiento del personaje... En esto radica el crecimiento real, la verdadera comprensión de la ópera.”

Tan exitosa e impactante fue la ópera de Mussorgsky para la carrera de Chaliapin, que a uno de sus hijos lo bautizó con el nombre de Boris.

Afortunadamente, entre los fragmentos de arias y pasajes de óperas que nos legó Chaliapin, figuran algunos de Boris Godunov, que nos dan una idea del efecto deslumbrante que debe de haber tenido su actuación escénica. “Escuchar este Boris —como afirma Harold Schonberg en su libro Los virtuosos—, con su majestad y sus temores, es como ver a Chaliapin; tan vívida es su interpretación, tan sobrecogedora la atmósfera, tan fiel a Mussorgsky. Estos discos transmiten una fuerza indescriptible; y no es solamente Chaliapin. Gorky tenía razón: el espíritu mismo de Rusia estaba encarnado en este hombre.”

Como otros colegas de su generación, Chaliapin fue ante todo un actor cantante. Y añadiría que era más actor que cantante. Claro, tenía una portentosa y resonante voz de bajo —más de bajo cantante que de bajo profundo—, pero —como dice Pleasants— “hasta que aprendió a adaptarla al arte del actor nato que era, su voz no le trajo satisfacción ni éxito”.

Pero cuando aprendió a interpretar las canciones que ofrecía en un recital, por ejemplo, ya no le hacía falta vestuario ni maquillaje: sus inflexiones, sus gestos, su cuerpo entero se convertía en el personaje que estaba entonando las palabras de la canción. Y eso volvía loco al público. Y también porque sus recitales eran poco convencionales. Nunca preparaba un programa específico. En su lugar, el público debía adquirir un librito, disponible a la entrada de la sala, que contenía las traducciones de un repertorio del que él escogería, a su entera discreción y según su estado de ánimo y condición vocal, las canciones que interpretaría, anunciándolas por número conforme evolucionaba el recital.

“A Chaliapin le gustaban las canciones de carácter —dice Pleasants—, y tal era su arte de la inflexión en la cúspide de su carrera, que sobrevivió la gloria de su voz”… y se convirtió en ejemplo a seguir para las generaciones subsecuentes de cantantes de recitales.

Cuenta el gran acompañante de recitalistas Gerald Moore —quien tocó con Chaliapin en varias ocasiones cuando era un joven pianista— que el ruso hacía su mejor labor cuando cantaba en su idioma natal, donde sus distorsiones intencionales procedían de una afinidad innata con el estilo, el texto y el lenguaje rusos. Cuando cantaba en alemán, sin embargo, el pianista debía estar siempre alerta “para lo inesperado, lo improbable y lo impropio”. Pero Moore concede que hasta el admirador más ferviente de Schubert o Schumann se dejaba llevar por el arte dramático de Chaliapin y su poder persuasivo de sugestión.

Los aficionados a la ópera del siglo XXI tenemos un gran handicap. A Feodor Chaliapin sólo podemos oírlo y tratar de imaginarnos y comprender la magnitud integral de su arte. Pero a Chaliapin —como a la Callas en su momento—, había que verlo en vivo. Desgraciadamente, eso no nos es posible.

Aunado a lo anterior, con Chaliapin tenemos un problema adicional: sus grabaciones —como las grabaciones de Caruso— datan de 1901 hasta 1936, por lo que su calidad auditiva deja mucho que desear.

Afortunadamente, Chaliapin participó en dos películas: la cinta muda Ivan el terrible, en 1915, y la cinta sonora de Pabst, Don Quijote, en 1933, donde afortunadamente podemos darnos una idea del arte de este actor cantante. Las canciones que entona Chaliapin en esta cinta, por cierto, fueron escritas para él por Jacques Ibert.

Cuando estalló la Revolución de Octubre, en 1917, Chaliapin —siendo él, a fin de cuentas, un hombre del pueblo y con ideales socialistas— simpatizó inicialmente con el nuevo régimen. Después de todo, años antes había conocido a Lenin —quien lo admiraba— en casa de Gorky. Permaneció en San Petersburgo como miembro de la compañía de teatro Mariinsky, donde fue nombrado presidente del Comité de Artes del Teatro. Pero su primer acto administrativo fue decretar que las horas de ensayo ya no serían fijas, sino que los ensayos durarían hasta que terminaran. Con ello, no sólo dio un precipitado fin a su flamante presidencia, sino que fue eventualmente expulsado de la compañía.

Años después el gobierno bolchevique le confirió a Chaliapin el título de “Primer Cantante del Pueblo Soviético”. Pero el testarudo cantante, individualista a más no poder, idealista y sin ambiciones políticas, eventualmente quedó desencantado de la real politik, y del infierno burocrático y totalitario en que se había convertido el régimen bolchevique.

En 1922 se autoexilió en París, para ya no regresar nunca más a su patria en vida. Subsecuentemente, el régimen comunista lo tildó de “antirevolucionario” y le expropió todas sus propiedades y títulos en Rusia.

Chaliapin murió de leucemia en París, el 12 de abril de 1938. Fue sepultado en el cementerio de Batignolles, en la Ciudad Luz, y ahí permanecieron sus restos hasta 1984, cuando fueron exhumados y trasladados definitivamente al cementerio de Moscú.

Hasta el final de su vida —concluye Pleasants—, “Chaliapin se comportó como un niño grande: caprichoso, consentido, de humor fluctuante, impulsivo e impredecible. Era más que un gran showman. Era el espectáculo.”

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