miércoles, 9 de mayo de 2007
Rossini en la cocina
por Charles H. Oppenheim
“El apetito es la batuta que dirige la gran orquesta de nuestras pasiones.” Gioacchino Rossini (1792-1868)
El autor de obras inmortales como Il barbiere di Siviglia y La cenerentola no sólo fue uno de los tres pilares (junto con Donizetti y Bellini) del bel canto italiano y, por ende, uno de los grandes compositores de la historia, sino también el creador o inspiración de algunos de los platillos más excelsos del repertorio culinario europeo.
En algunos casos, como en La cenerentola, podemos encontrar sabrosas referencias culinarias, como el siguiente pasaje, en el que Don Magnifico manifiesta grandiosas fantasías gastronómicas al anticipar el matrimonio de una de sus hijas con el príncipe Don Ramiro:
“Tendré muchos recuerdos y peticiones de gallinas y esturiones de botellas y brocados de velas y marinados de bollos y pasteles de frutas y dulces de lonchas y doblones de vainilla y café.”
Pueden encontrarse asimismo referencias gastronómicas en otras óperas como L’italiana in Algeri, La cambiale di matrimonio, Il viaggio a Reims, Ciro in Babilonia, y en algunas de sus piezas de piano, compuestas en su retiro parisino, llamadas colectivamente “Hors d’oeuvre” y dedicadas a los rábanos, los pepinillos, las anchoas, la mantequilla, los higos, las uvapasas, las almendras y las avellanas.
Las biografías de Rossini contienen anécdotas —algunas reales, otras apócrifas: todas legendarias— sobre sus aventuras gastronómicas. Prevalece hoy día el mito de su tremenda flojera para trabajar, pese a su obvio talento creativo y su gran capacidad para componer una ópera en cuestión de días.
Muy pronto en su vida profesional alcanzó la fama y la fortuna y, para sorpresa de sus contemporáneos, a los 37 años se jubiló abruptamente. A pesar de la “gran renunciación”, nunca dejó de componer música, y vivió el resto de sus días (murió a los 76 años de edad) una vida disipada en Florencia, París y la campiña francesa, donde se dedicó a cultivar sus relaciones sociales, acompañado de sus esposas (la primera, la gran mezzosoprano Isabella Colbran, de la que se separaría oficialmente en 1836; y la segunda, Olympe Pélissier, su amante y acompañante con la que finalmente se casó en 1846). Eran famosos los fastuosos eventos gastronómico-musicales que le organizaba Olympe en su casona de Chaussée d’Antin y en su villa en Passy.
Según cuenta Alessandro Falassi, antropólogo cultural y miembro de la Accademia della Cucina Italiana, en su artículo “A Symphony of Tastes”, publicado en la revista electrónica Opera.net, el gusto culinario despertó muy pronto en la vida de Rossini. Dice que de niño le encantaba ser monaguillo en la iglesia de su pueblo natal de Pesaro, Italia. ¿La razón? Le gustaba mucho el sabor del vino de consagración.
Su primer biógrafo, el gran escritor francés Henri Beyle (Stendhal), cuenta que el aria de su ópera Tancredi, “Di tanti palpiti” se conocía en toda Europa como el “aria del arroz” porque había trascendido que Rossini la compuso un día en Viena mientras esperaba que se cociera el risotto. Otra aria, la famosa “Nacqui all’affanno e al pianto” de La cenerentola, se le ocurrió en una taberna en Roma mientras departía con un grupo de amigos, y la escribió de un plumazo en un cuarto de hora sentado a la orilla de la mesa.
Es conocida la relación de Rossini con Antonin Carême, el genio culinario del siglo XIX que fue primero cocinero de Murat en tiempos de Napoléon, luego en orden consecutivo del príncipe de Talleyrand, el zar Alejandro de Rusia, el príncipe Regente de Inglaterra, el emperador de Austria y, finalmente, del barón de Rothschild. En alguna ocasión, Carême le envió a Rossini un pâté de foie gras entero a su residencia en Bologna, y el compositor le escribió, en agradecimiento, un aria.
Según el biógrafo del Maestro, Francis Toye, se han inventado muchas anécdotas falsas en torno a don Gioacchino, con muy mala leche, como ésta: “Circulaba en los salones parisinos la historia de que, en cierta ocasión un admirador de Wagner le preguntó a Rossini qué pensaba de la obra del alemán. Como respuesta, el italiano lo invitó a comer y le ofreció un platillo que llamó ‘Turbot à l’allemande’, que consistía en una salsa sin pescado. La falta del ingrediente principal tenía la intención de sugerir que la música de Wagner carecía de la parte más vital: la melodía. Esta historia apócrifa molestó mucho a Rossini.”
Pero no todo era falso. El mismo Toye señala, en Rossini, The Man and His Music, que “con excepción de sus años juveniles --cuando, como la mayoría de los italianos, comía y bebía copiosamente-- el compositor era más bien medido y meticuloso en sus gustos. Se tomaba la molestia de conseguir buenos vinos de todo el mundo, incluyendo los de países tan improbables como Perú. En sus años de madurez se mostraba desvergonzadamente orgulloso de su cava. Le encantaban asimismo ciertos productos boloñeses. Nada lo hacía más feliz que los variados quesos, salchichones y jamones que sus amistades le enviaban a París de vez en cuando. Uno de ellos escribió que valoraba esos regalos más que todas las condecoraciones y homenajes que había recibido en su vida. Le interesaban considerablemente ciertas recetas, y su debilidad por el pâté de foie gras alcanzó la cúspide con sus famosos Tournedos Rossini.
“En términos generales --explica Toye-- los alimentos muy condimentados no eran de su predilección... Le interesaban, más bien, productos sencillos pero genuinos... Rossini, como Debussy, era un epicúreo; no un glotón como Brahms...”
Falassi completa el cuadro: “Rossini era un gastrónomo de gusto cosmopolita... Recibía aceitunas de Ascoli, trufas italianas, panettone de Milán, stracchini de Lombardía, zampones de Módena, mortadela y cappelli del prete de Italia, jamón de Sevilla, quesos Stilton de Inglaterra, nougat de Marsella y sardinas reales. Su gusto vínico era igualmente amplio. Su cava contenía botellas de su propio viñedo de las Islas Canarias, de Burdeos, vino blanco de Johannesburgo que Metternich le enviaba a Málaga, botellas de Marsala, así como Madeira y Oporto que le enviaba su gran admirador, el rey de Portugal.”
Cuenta que en 1864 el barón de Rothschild le envió a Rossini una caja de uvas de su viñedo. El Maestro respondió con una amable pero irónica carta: agradeciéndole el gesto, mencionó que no le gustaba consumir “vino encapsulado”. Rothschild entendió el mensaje y le envió enseguida un barril de su mejor Château Lafite.
La leyenda de la invención de los famosos Tournedos Rossini es hermosa: ocurrió en el Café Anglais de París, un día en que el compositor insistió en supervisar la preparación de su platillo y exigió que el chef lo preparase frente a él en su mesa del comedor. Cuando el chef protestó por la constante interferencia del famoso comensal, el Maestro replicó: “Et alors, tournez le dos”; algo así como: “Entonces, dése la vuelta” o “dénos la espalda”. Aparentemente también inventó los Canelones a la Rossini y un delicioso risotto de tuétano.
No todo lo que lleva el apelativo de Rossini, sin embargo, fue invención del músico-gastrónomo. Varios de los grandes chefs del mundo han honrado al Maestro con creaciones como el Pollo a la Rossini, el Filete de lenguado a la Rossini, el Pavo relleno a la Rossini... todos los cuales tienen por común denominador la presencia de foie gras y trufas.
De acuerdo con Burton Anderson, en su libro Treasures of the Italian Table, Rossini prefirió siempre los Tartufi bianchi d’Alba o trufas blancas de su tierra natal, por encima de la trufa negra tan común en la gastronomía parisina decimonónica. A la trufa blanca el Maestro la bautizó como “el Mozart de los hongos”, por su sabor intenso y su aroma glorioso.
También hay postres dedicados a Rossini: uno, en honor a su personaje Fígaro, de Il barbiere..., son unas finas galletitas o pasticcini; otro, una tarta de manzana decorada con media manzana atravesada por una flecha de azúcar, se sirvió por primera vez en ocasión del estreno parisino de su ópera Guillaume Tell en 1829.
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